La locura juega al ajedrez Enrique Anderson Imbert

Por: Tipo de material: TextoTextoIdioma: Español Series La creación literariaDetalles de publicación: México Siglo veintiuno editores 1971Edición: 1a edDescripción: 204 p. 18 cmTema(s): Clasificación CDD:
  • Ar863.42 A533l 23
Revisión: Preparó el ajedrez sobre una mesita. Se disponía a jugar solo. No previó que la locura jugaría también.Encerrado en su casa de solterón durante una larga enfermedad, hacía tiempo que no jugaba con nadie. La verdad es que antes de caer enfermo tampoco tenía con quién jugar. Ni siquiera en el Club encontraba ya quien le hiciera la partida. Empezaban a apartarse de él. ¿Querrían pagarle con la misma moneda? Quizá; porque -él no lo iba a negar- últimamente había andado huido de las gentes; no por misantropía, entiéndase bien, sino por discreción. Se metía en sí mismo para no entrometerse en vidas ajenas. Su pacto social era mínimo: una sociedad de dos. Y en el ajedrez ese pacto es tan discreto que los compañeros apenas se dan compañía. Prisioneros en una islita encantada -que es lo que es el tablero- dos solitarios se desprenden de sus almas y las infunden en peones, reyes, reinas, torres, alfiles y caballos de madera o de marfil. No necesitan conversar ni mirarse las caras. En ajedrez, el émulo no tiene cara. Uno puede batir a un desconocido por carta o por telegrama. Uno, con los ojos vendados o desde una celda oscura, puede analizar un reticulado mental. Uno puede borrar a los mediocres en cincuenta matches simultáneos: por ser mediocres, esas cincuenta manos son una sola mano, mediocre.Ahora que, convaleciente en su cuarto desierto, acababa de preparar el ajedrez sobre la mesita, comprobaría si jugar solo era muy diferente de jugar con otro.
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Literatura Central Bogotá Sala General Colección Literatura Ar863.42 A533l (Navegar estantería(Abre debajo)) 2 Disponible 0000000025728

Preparó el ajedrez sobre una mesita. Se disponía a jugar solo. No previó que la locura jugaría también.Encerrado en su casa de solterón durante una larga enfermedad, hacía tiempo que no jugaba con nadie. La verdad es que antes de caer enfermo tampoco tenía con quién jugar. Ni siquiera en el Club encontraba ya quien le hiciera la partida. Empezaban a apartarse de él. ¿Querrían pagarle con la misma moneda? Quizá; porque -él no lo iba a negar- últimamente había andado huido de las gentes; no por misantropía, entiéndase bien, sino por discreción. Se metía en sí mismo para no entrometerse en vidas ajenas. Su pacto social era mínimo: una sociedad de dos. Y en el ajedrez ese pacto es tan discreto que los compañeros apenas se dan compañía. Prisioneros en una islita encantada -que es lo que es el tablero- dos solitarios se desprenden de sus almas y las infunden en peones, reyes, reinas, torres, alfiles y caballos de madera o de marfil. No necesitan conversar ni mirarse las caras. En ajedrez, el émulo no tiene cara. Uno puede batir a un desconocido por carta o por telegrama. Uno, con los ojos vendados o desde una celda oscura, puede analizar un reticulado mental. Uno puede borrar a los mediocres en cincuenta matches simultáneos: por ser mediocres, esas cincuenta manos son una sola mano, mediocre.Ahora que, convaleciente en su cuarto desierto, acababa de preparar el ajedrez sobre la mesita, comprobaría si jugar solo era muy diferente de jugar con otro.

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